- ¡Falta
envido! - cantó Matías y se paró de la silla.
- ¡Quiero!
– dijo su papá del otro lado de la mesa.
La
ciudad amaneció con olor a tierra húmeda por la llovizna del día anterior. Es
martes 2 de abril de 2013, el último día del feriado largo parece estar
dispuesto a retener a Matías y a su familia jugando al truco, comiendo tortas
fritas y tomando mates. En avenida 60 y 15 la lluvia comenzaba a mezclarse con
la cotidianidad de un día más, la tarde se presentaba más oscura que de
costumbre pero no alarmaba porque el fin de esos días de descanso se asemejaba
tanto a un domingo que las preocupaciones de la rutina empezaban a asomarse y
agobiaban pero no dolían como dolerían los próximos días. Semanas. Meses.
Mariela,
en la esquina de 8 y avenida 32, apoya la pava sobre la mesa, arriba de la
tabla que dice mamá te amo y que
Enzo, su hijo de 7 años, pintó en la escuela. Ella en la punta, de espaldas a
la cocina donde todavía se percibe el calor de la hornalla que acabó de cerrar.
De un lado, Marta, su mamá; del otro, su hermano, Jorge, que se hizo unos
minutos y salió de su taller para ir a tomar unos mates. El último día del
feriado era gris pero se haría negro.
Enzo
está entretenido con la Play, en el
sillón que está en el living comedor y que se conecta con la cocina. El
guardapolvo blanco hacía tres días que descansaba entre los almohadones y la
taza de chocolatada ya estaba vacía en el apoyabrazos. Marta y Jorge saludan en
vano al pequeño que sigue hipnotizado mientras su tío y su abuela se van.
A
doscientos metros, separadas por quince casas, un taller mecánico y un kiosco –
que formarán parte de las setenta mil viviendas afectadas-, la taza de té de Oscar
también esperaba vaciarse en los próximos tres tragos que nunca llegarán y
quedarán en el olvido. Quizá eran las cinco, o cinco y media, o seis menos
cuarto; el reloj de pared que Oscar le había regalado a su esposa no se movía
hacía unos cuantos meses. La hora no importaba, de todas formas parecía más
tarde de lo que era y la oscuridad venía acompañada de gotas cada vez más
incontables y más pesadas y más grandes; tan grandes que se harían una sola
pero nadie lo sabía.
Las
hortensias estaban marchitas, la acción era un hurto de la naturaleza a la
naturaleza: la lluvia arrancaba sin piedad los pétalos que morían ahogados en
el charco que crecía al compás de las gotas. Esther, con sus 82 años, era
testigo desde la habitación y dejaba su reflejo de preocupación mientras miraba
la escena por la ventana que se empañaba sin apuro.
En
la casa de Mariela la ventana ya se había empañado. Un pequeño dedo índice
escribía sobre ella: primero la M, después la A, la R, otra vez la A, la C, la
E, la N al revés y la A.
-
¿Está bien mami? – preguntó
Macarena.
Mariela
sacó la vista del celular y no pudo despegar la mirada de la ventana. La lluvia
aturdía. Se acercó, miró. La vista se le había nublado, habían caído poco más
de cincuenta milímetros en cuarenta y cinco minutos, el nivel de agua estaba
por alcanzar lo más alto de la pintura blanca del árbol de entrada, ese, el
único privilegiado que después de la madrugada iba a estar en el mismo lugar de
siempre. La vereda era devorada poco a poco por la calle que se hacía cada vez
más ancha agrandando sus límites.
Levantó
a Macarena y la puso en la mesa al mismo tiempo que Enzo levantaba el teléfono
fijo.
-
Hola papá – se escuchó.
Gustavo
estaba en Berisso mirando el noticiero y, sabiendo que nunca iba a poder
llegar, llamó a su casa. Cuando cortaron el agua que entraba por la puerta
desconcertó a los niños y el llanto de la más chiquita metió de lleno a Mariela
en la situación. Enzo corrió a la mesa. El agua entraba rápido, cada vez más, la
madre intentó sacarla entre los llantos de sus hijos. Corrió y con certeza, al
instante, se dio cuenta que era en vano. Veinte eran ya los centímetros que la
línea líquida había subido. Lloró, consoló, pensó. La lluvia seguía aturdiendo
pero la humedad ya no era una sensación. Las alpargatas mojadas ahora eran
negras. El agua, lejos de ser pura y cristalina, se volvía rápida, violenta,
audaz, inteligente, escurridiza. Las calles se transformaban en ríos profundos.
La mesa ya no era un lugar seguro para Enzo y Macarena. El guardapolvo era
negro, había perdido su batalla y había perdido su pureza y su inocencia. La
taza parecía un bote sin destino.
Uno
a uno fue desenchufando los electrodomésticos. El lavarropas fue el primero, el
motor dejó de funcionar pero nadie se percató de ello, la lluvia zumbaba más
que antes pero se hacía invisible ante el imponente líquido oscuro y opaco y
viscoso que se filtraba por todos lados y que todo manchaba. Sus huellas
quedarían por un largo tiempo. Siguió el televisor, luego el equipo de música y
por último la heladera que hacía 27 días habían comprado.
A
la vuelta, a quince casas, la heladera Siam que tenía 35 años, también sería la
última para el matrimonio de ochenta y pico. Oscar la llamó con un grito.
Esther dejó de mirar los pétalos marchitos y fue hacia su marido que seguía,
sin prestarle atención, frente al televisor. Ahora las miradas se posaban sobre
otra acción: el líquido se filtraba por la puerta de entrada que seguía
testaruda tratando de bloquear lo imposible. En veinte minutos el agua tapó la
mitad de la silla mecedora del hombre. La tormenta tapaba, también, la claridad
del sol y la esperanza.
Los
tres tragos de té ya no eran de té. La fuerza de Esther no se iba a agotar pero
la de Oscar tendría vencimiento, un poco flotando y un poco remando se subió a
la mesa que en poco tiempo dejaría de dar garantía de tranquilidad. El sol se
había apagado por completo. Quizá eran las ocho de una noche eterna, la lluvia
ardía y el nerviosismo penetraba por los poros igual que el líquido que se
pegaba, se unía a los cuerpos buscando quedarse para siempre. El 25% de las
viviendas de la ciudad quedarían tatuadas de negro, un tatuaje que se iría con
el tiempo de las paredes pero no de sus vidas.
El
reloj con péndulo había sobrevivido tres generaciones y anunciaba las ocho y
media. Mariela no lo escuchó pero Enzo, desde la mesa, vio y supuso que la
línea en poco tiempo llegaría hasta la base del legendario reloj. Mientras
tanto, el agua acariciaba sus pies descalzos que colgaban de la punta de la
mesa. Mariela nadó hasta su hija y la subió al placard, el más grande se paró
esperando ser el siguiente y se subió a su madre que lo alzó a upa. La mitad de
las cosas flotaban, el caballito inflable naranja golpeaba contra la puerta
corrediza del patio impulsado por la corriente. Más de ciento veinte mil usuarios
fueron afectados por cortes en el suministro de energía eléctrica, la luz se
había cortado hacía media hora pero la luna era más fuerte que otras noches;
entre penumbras el agua se disponía a llegar a un metro y medio.
Matías
agarra su celular para mirar la hora pero se distrae con el anuncio de que sólo
le queda un 5% de batería. Son las nueve y hace más de dos horas que se fue la
luz, la lluvia nunca pasó de lluvia en su cuadra. El feriado gris lo tira
temprano en la cama y su cabeza comienza a pensar en el trabajo de mañana.
A
las nueve y diez de la noche se hizo silencio y fue desolación. La lluvia ya no
aturdía, dolía. El 2 de abril de 2013, por primera vez las vidas de Esther y
Oscar corrían el riesgo de separarse. La lluvia había mermado, ella como un
ciego principiante y con el agua en el cuello buscó la mesada y lentamente se
sentó. El agua ahora le llegaba al pecho, la luna que entraba con esfuerzo por
la ventana le mostró la heladera. Oscar, escupiendo el líquido que se filtraba
entre los dientes y manchaba su bigote comenzó a luchar para llegar a su mujer.
La corriente espesa lo quería sacar, sus pies ya no tocaban el piso. El agua lo
tiraba y forcejeaba, una, dos, tres veces. Lucha constante. Todo quedaba lejos
pero la luna seguía mostrándole la heladera y a su mujer. Hizo fuerza. Al mismo
tiempo las lágrimas de Esther cayeron cuando pudo llegar a la cima del único
electrodoméstico que quedaba con vida. En ese instante el mar negro se purificó,
en ese instante Oscar hizo fuerza, mucha, demasiada quizá; un dolor en el pecho
lo calmó, lo relajó y lentamente supo que llegaría. Como otro ciego buscó la
mesada. Un segundo dolor más intenso lo ayudó a subir. Se sentó. Esther agarró
su mano, el agua que caía del cielo no era mucha pero las secuelas aumentaban el
nivel que llegaría a poco más de doscientos milímetros. Un tercer dolor
sorprendió al débil corazón pero fue el último. Subió a la heladera y ambos se
unieron en respiraciones lentas.
El
caballito inflable naranja intentaba llamar la atención en el rincón del
living. Medio metro faltaba para que el agua tapara la puerta que daba a la
calle y Mariela sostenía a su hija en el placard mientras Enzo la agarraba del
hombro. Mariela lloraba con ellos y el caballito inflable seguía rebotando contra
el techo. El nivel de agua subía, los dejó parados en lo más alto del mueble,
nadó hasta el inflable y flotaron juntos. Fue hasta sus hijos, Macarena trepó
con miedo a su juguete que parecía llevarla como si supiera el camino. La
puerta entreabierta les dio paso y salieron juntas. El techo sería la cama de
esa noche aunque el sueño fuera una pesadilla. Se sumergió y pasó por la
abertura que cada vez se hacía más chica. Enzo trepó a la salvación y nadaron
los tres hasta el techo. Estaban juntos. Ahora eran cuatro con miedo. La
madrugada sería exigente con sus vidas.
Son
las siete y media de la mañana del 3 de abril de 2013, Matías sale de su casa
incomunicado pero con su cámara colgada en el pecho. El ambiente era raro, cruzó
la Plaza Máximo Paz y se dio cuenta de que era un privilegiado. Sin entender
demasiado prendió su cámara y comenzó a hacer fotos. Sus pies apenas estaban
húmedos pero una mujer mojada hasta la rodilla le anticipó la situación:
-
Esto no es nada nene, la
ciudad está desbastada.
Pensaba
en una película, quería que sea una película pero era realidad. Por la lente
miraba y gatillaba. Matías, fotógrafo por elección y de profesión se mojó los
tobillos, las rodillas, la cintura y fue un inundado más. Había perdido la
ubicación, las calles no tenían número, ni nombre, eran todas iguales. Un gomón
lo pasó por al lado y se subió dispuesto a ayudar.
-
Lo peor está de 32 para allá
– le dijo Raúl mientras remaba.
Matías
sin dudarlo agarró el otro remo y entre foto y remada si fue metiendo en el
desastre. Autos varados, colectivos parados, gente con hambre, con miedo, con
frío. La escena agudizaba su mirada que se perturbaba con lágrimas ajenas y a
la vez tan propias.
Cinco
damnificados llenaban la lancha de Prefectura. Un oficial esperaba al lado con
el agua en la cintura, el nivel bajada poco a poco mientras otros tres agentes
entraban a la casa de Esther y Oscar. Las manchas habían oscurecido la pared
blanca, la secuela más alta se había impregnado unos centímetros por debajo de
la puerta, quizá a un metro ochenta y cinco centímetros.
No
aceptaba dejarlo ir, no quería dejarlo ir. Oscar había agotado sus fuerzas pero
Esther lo había acompañado hasta el final. En la cima, ahí, arriba de la
heladera ella también hubiese deseado su final y le dolía no haberse ido con
él. Oscar era uno de las ochenta y nueve víctimas que se oficializarán con el
tiempo. La vida los había separado en un instante y sin preguntar, como los
pétalos de las hortensias habían sido arrancados la noche anterior. Esther se
negaba a la realidad, su corazón se había ido y sus lágrimas se unían con la de
más de doscientos cincuenta mil afectados.
Un
oficial cargó en sus hombros a la mujer sin fuerza. El gomón de Raúl se acercó
a la lancha y Matías ayudó a cargarla. La tapó pero su cuerpo seguía temblando.
A la par, el gomón y la lancha siguieron su recorrido mientras pedacitos de
vida flotaban por la calle. Un cuadro detuvo la mirada de Matías que se colgó
por unos segundos mirando a los cinco integrantes de la familia retratada en la
foto. Rápidamente sacó su cámara y paralizó la escena. Las contradicciones de
su oficio en momentos difíciles ponían en jaque su accionar pero no tuvo tiempo
para detenerse a pensar.
Dieron
vuelta en la esquina y los gritos de Macarena lo volvieron a la realidad que lo
cruzaba constantemente. Allí estaban, los tres en el techo con el caballito
naranja inflable observando junto a ellos los vestigios de la noche. El sol
saliente clarificaba la escena, dos agentes caminaron casi nadando hasta la
casa. Matías salió del gomón y también se dirigió a ellos. Macarena fue la
primera y entre llantos se agarró de Matías que la ubicó al lado de Esther.
Un oficial hizo lo mismo con Enzo y
Mariela, con su cara cansada, bajó por último con el juguete naranja.
Los
autos eran iguales, no importaba ni la marca, ni el modelo, ni el color; el
agua negra los había arrastrado hacia la destrucción haciéndolos uno, todos
juntos, amontonados como chatarra. Los colectivos arrastrados por
una fuerza más pesada dibujaban una ciudad en ruina, casi abandonada. Clima de
guerra, desolación. La vida de la gente estaba expuesta en la calle; recuerdos,
historias, anécdotas. Eso eran, eso son, lo que perdieron y lo que les queda.
La lucha, la entrega, el amor, la bronca, el odio, la impotencia, la
solidaridad. La vida cambió en cuestión de horas y nadie tuvo tiempo a la
repregunta pero sobretodo, nos puso a prueba como sociedad y ante la falta de
respuesta de los que debían hablar y callaron, la voz se hizo presente en el
vecino, en el que tenía los pies mojados y el alma herida y que dio la vida
para salvar vidas. El tiempo, aunque dicen que todo lo sana, tendrá que hacer
un mayor esfuerzo para borrar de la piel y del alma las secuelas de la
corriente que se llevó todo. El tiempo no dio tiempo a escapar por alguna
diagonal y el agua lo cubrió todo.
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