Nunca creíste que un simple juego podía terminar mal. La
inocencia de cinco chicos – grandes que se volvían a juntar después de un año
sin verse por haber comenzado la facultad.
El asado fue el mejor después de mucho tiempo. El sol del
mediodía te pega en la frente y el alcohol parece fermentar dentro tuyo. La
euforia del momento, ese momento que pasa ser de agradable a feliz, te mezcla
los sentimientos y no te deja ver más halla.
Matías con sus propuestas de mierda, propone jugar a las
escondidas y de pronto es el instante que te hace volver diez años atrás como
si todo lo vivido hubiese sido un sueño.
Emmanuel cuenta y todos se esconden. El lugar también es
perfecto y por más que todos ya pisamos los veinte años, corremos con el vaso
de Fernet en la mano a escondernos sin dudar. La casa de tu abuelo parece ser
la indicada. El taller, inutilizado durante más de treinta años, guarda decenas
de escondites posibles, entre esos la fosa que no ve desde hace mucho el piso
de un auto.
Pareces correr con ventaja porque durante toda tu infancia
recorriste cada uno de los lugares de ese taller. La heladera SIAM de hace
cincuenta años te está esperando. El estado de ebriedad hace que tu confianza
se agrande y por ese motivo nunca pensás en que algo pueda llegar a salir mal.
Corres la ruda de camión y te metes, Emmanuel ya debe estar
terminando de contar, te metes y sentís que vas a ser el ganador de un juego
chotisimo pero que te esta haciendo revivir la mejor época de tu vida.
Nunca recordaste el sistema de esas heladeras. Totalmente
vacía, las paredes blancas parecen recibirte con euforia. El alcohol no deja
que controles la fuerza y la puerta se cierra por completo.
No se abren de adentro. Ahí se te hace un nudo en la boca del
estómago y el pedo que te afecta desde hace más de dos horas parece irse en un
segundo. Sin celular, a oscuras y sin entender mucho que está pasando, comenzás
a pensar en la situación que estas.
Tus amigos más ebrios que vos, sin comunicación alguna y la
cabeza que te va a explotar. El mundo se te viene abajo y crees que no hay más
nada para hacer.
Fueron los veinticinco minutos más traumantes y agobiantes de
tu vida. Sin dudas los siete vasos de Fernet que tomaste tuvieron mucho que
ver. Golpiaste la puerta hasta lastimarte la mona y la cabeza no tarde en
recordar esa escena de “El entierro prematuro” de Edgar Allan Poe, en donde su
amada rasguña la madera del ataúd hasta conseguir que un poco de aire acaricie
su cara.
El llanto desde el primer momento en donde entendés que el
final, que no merece ser llamado asi por tan boludo que suena, puede ser ese.
Crees que todos te buscan, ya no saben donde más buscar y eso también te
preocupa y afecta tu estado de ánimo.
Con la cabeza gacha, ahogado por la falta de aire y la
desesperación, derrotada por la rendición, escuchas un ruido sutil que viene de
afuera. Una hendija de luz aparece y volvés a vivir. Es Juan, ese amigo que
siempre te rompió que estuviera en el grupo y que nunca lo terminaste de
querer.
El abrazo que le das es tan grande que en un instante olvidas
todo eso que el flaco te producía. Obvio que él no entiende nada y solo dice un
poco entrecortado y con su vino en la mano:- Eei chabón, aca estabas, llegó el
helado.