jueves, 30 de mayo de 2013

Cuento: "Heladeras SIAM"



Nunca creíste que un simple juego podía terminar mal. La inocencia de cinco chicos – grandes que se volvían a juntar después de un año sin verse por haber comenzado la facultad.
El asado fue el mejor después de mucho tiempo. El sol del mediodía te pega en la frente y el alcohol parece fermentar dentro tuyo. La euforia del momento, ese momento que pasa ser de agradable a feliz, te mezcla los sentimientos y no te deja ver más halla.
Matías con sus propuestas de mierda, propone jugar a las escondidas y de pronto es el instante que te hace volver diez años atrás como si todo lo vivido hubiese sido un sueño.
Emmanuel cuenta y todos se esconden. El lugar también es perfecto y por más que todos ya pisamos los veinte años, corremos con el vaso de Fernet en la mano a escondernos sin dudar. La casa de tu abuelo parece ser la indicada. El taller, inutilizado durante más de treinta años, guarda decenas de escondites posibles, entre esos la fosa que no ve desde hace mucho el piso de un auto.
Pareces correr con ventaja porque durante toda tu infancia recorriste cada uno de los lugares de ese taller. La heladera SIAM de hace cincuenta años te está esperando. El estado de ebriedad hace que tu confianza se agrande y por ese motivo nunca pensás en que algo pueda llegar a salir mal.
Corres la ruda de camión y te metes, Emmanuel ya debe estar terminando de contar, te metes y sentís que vas a ser el ganador de un juego chotisimo pero que te esta haciendo revivir la mejor época de tu vida.
Nunca recordaste el sistema de esas heladeras. Totalmente vacía, las paredes blancas parecen recibirte con euforia. El alcohol no deja que controles la fuerza y la puerta se cierra por completo.
No se abren de adentro. Ahí se te hace un nudo en la boca del estómago y el pedo que te afecta desde hace más de dos horas parece irse en un segundo. Sin celular, a oscuras y sin entender mucho que está pasando, comenzás a pensar en la situación que estas.
Tus amigos más ebrios que vos, sin comunicación alguna y la cabeza que te va a explotar. El mundo se te viene abajo y crees que no hay más nada para hacer.
Fueron los veinticinco minutos más traumantes y agobiantes de tu vida. Sin dudas los siete vasos de Fernet que tomaste tuvieron mucho que ver. Golpiaste la puerta hasta lastimarte la mona y la cabeza no tarde en recordar esa escena de “El entierro prematuro” de Edgar Allan Poe, en donde su amada rasguña la madera del ataúd hasta conseguir que un poco de aire acaricie su cara.
El llanto desde el primer momento en donde entendés que el final, que no merece ser llamado asi por tan boludo que suena, puede ser ese. Crees que todos te buscan, ya no saben donde más buscar y eso también te preocupa y afecta tu estado de ánimo.
Con la cabeza gacha, ahogado por la falta de aire y la desesperación, derrotada por la rendición, escuchas un ruido sutil que viene de afuera. Una hendija de luz aparece y volvés a vivir. Es Juan, ese amigo que siempre te rompió que estuviera en el grupo y que nunca lo terminaste de querer.
El abrazo que le das es tan grande que en un instante olvidas todo eso que el flaco te producía. Obvio que él no entiende nada y solo dice un poco entrecortado y con su vino en la mano:- Eei chabón, aca estabas, llegó el helado.

Cuento: “Acostumbrarse a una vida”

        
              Se bajaron de la combi. Verlos caminar sin sentido y a la vez tan concentrados en lo que tenían que hacer, con sus propios hijos como máscaras de algo que durante todos estos años, creí y creo que se hace por obligación o necesidad, pura necesidad.
El aeropuerto de Bogotá estaba lleno, el único vuelo del día que salía para México, partía a las once. Eran once menos cuarto.
Parecían camellos, literalmente camellos. No tenían otra función más que transportar, llegar y seguir transportando. Pero ese día, ese día algo me paralizó en el asiento del conductor. Tal vez fueron los pibes, tal vez los años o tal vez la culpa que me generaba saber que mi Esteban sin ver esto, también era mi víctima y él solo dormía en mi casa.
Fueron cinco minutos, en realidad para mi fueron cinco minutos. Empecé a recordar el día en el que dejé de ser uno de ellos para ser el que maneja la combi. Es como si después de un tiempo comenzás a aceptar que después de todo eso es lo que te dará una mejor vida.
Te hacen sentir Dios, ni más ni menos, te preparan toda la noche, te dan todos los gustos y entre eso también esa azúcar dulce que parece ser la que te anima a todo. Sabes que es el momento más importante de tu vida y que de lo que pase en las siguientes doce horas dependerá si sigues vivo o no.
Quizás es porque no tenés pibes, entonces pensás en vos y ver si con esto podes salir un poco de la mierda en la que vivís, que no es más mierda que esta mierda pero que no está piola.
Recordé ese día, cómo olvidarlo, cómo no verme bajando de la combi ese día de verano a las doce en punto con el sol sobre mi cabeza. Entrás, es la primera vez, creés que todos te miran, te perseguís y cuando llegás a los controles ya no tenes olor a nada más que a colonia del miedo que sentís.
Ese día el problema estuvo al llegar, miré con odio y asco a los vigilantes camuflados de buenos que dicen tener el control del orden pero en realidad, son más mugre que vos, porque su jefe, es también tu jefe y eso los hace la misma mierda.
Sentí que todo estaba saliendo demasiado bien, era un sueño y los sueños, me dijo mi “nana”, se producen cuando estas dormido y yo, estaba más despierto que bebé recién nacido.
-Ta termina- dijo Esteban, mientras caminábamos hacia la puerta.
-Tranquilo, estoy bien- fue lo único que me salió.
Mario no hablaba; y sentí que presentía algo, el vago era de esos que te clavaba un puñal en cualquier momento. A pocos metros de la puerta comenzó a correr. Con Esteban nos miramos y lo seguimos. Parecía perderse entre la gente, los bolsos y las maletas. Era inevitable ver como las gorritas camufladas se multiplicaban.
-¡Nos vendió, Mario nos vendió!- gritó Esteban. Los putos ya sabían.
El corazón se me detuvo, el cuerpo me temblaba y la mirada… la mirada. No recuerdo nada más, Esteban me hizo reaccionar de un empujón. Ahí reaccioné. Las piernas parecían correr solas, solo intentaba escapar, el traidor ya había desaparecido y con mi amigo o mi hermano seguimos corriendo y saltando bolsos.
Cuando logramos salir buscamos la combi. Nunca llegó. Ahí sentís que no hay mas nada por hacer y será tu parte de principiante que te hace rendir fácilmente. Por suerte vas con alguien que no rompería los códigos y lo último que haría sería dejarte solo, aun así, teniendo que entregar su vida.
-Andate si no querés ser boleta- dijo mientras agonizaba.
-No te voy a dejar- le dije temblando y mirando para todos lados.
-¡Andate pendejo!- me gritó con voz ronca y con sus últimas fuerzas.
Lo abracé y corrí hacia la gente. A Esteban le habían dado dos cuetazos, los hijos de puta se lo habían llevado. Yo corrí durante media hora más hasta que encontré un teléfono público.
Nos habían probado para ver quien zafaba, no se como pero yo zafé. Llamé y me atendió el chofer: -¡Estas vivo “culón”!- desde ese día ese es mi apodo, supongo que es porque terminé vivo. –Date vuelta- me dijo mientras se reía. La combi estaba atrás mío.
Me sonó el handie. Volví. Sacudí la cabeza porque tenía la mirada perdida, miré para la puerta y ya no estaban. Sabía que esa era la última vez que los iba a ver.